miércoles, 2 de diciembre de 2020

Diciembre

Siempre me ha encantado la Navidad. No por los regalos, sino porque era la época en la que se reunía toda la familia. Era la época en la que yo me esforzaba en decorar la casa, en la que respiraba la ilusión de las luces, los árboles, los Belenes, los comercios... Era la época en la que sabía que vería a mis primos y a mis sobrinas.

Todos los años ayudaba a preparar la comida y ponía la mesa bajo la supervisión de mi abuela. Después de la cena, jugábamos a las cartas y al bingo y, si era Nochevieja, mi abuela hacia sus rituales de la suerte. 

De niña me encantaba abrir los regalos, como a cualquier niño supongo. Pero mi parte favorita de esos regalos era la carta y el dibujo de mi madre que los acompañaba, llena de amor y de buenos deseos.

Cuando fui un poco más mayor empecé a hacer regalos y lo que más me gustaba era ver las caras de mis familiares al verlos, el poder sorprenderlos cada año.

En Nochebuena me gustaba leer un poema o algo que yo hubiese hecho, era mi regalo conjunto para toda la familia.

En Navidad me iba con mi padre a comer y a la vuelta sabía que mi familia materna estaría esperándome para tomar el postre.

En Nochevieja solía estar en casa hasta que fui mayor de edad y me empecé a ir con mis amigos después de cenar. Llegaba siempre a casa por la mañana y me encontraba mi cama caliente porque mi abuela me había puesto un calefactor. Sabía que en pocas horas me despertaría y me diría que si había trasnochado tendría que madrugar y ayudarla, pero mientras lo decía me mostraba el chocolate caliente y el croissant recién hecho que me había preparado.

Hasta que un día, todo eso se terminó. Recuerdo que la Navidad anterior había sido mágica, nos habíamos reunido más gente que nunca y habíamos cantado villancicos hasta la madrugada. El año que siguió a esa Navidad fue bastante malo y cuando llegó de nuevo diciembre nadie quería decoración ni comidas familiares. Aún así, mi abuela se esforzó, sacó todos los adornos y puso la mesa más bonita que nunca. Ese año, cuando fui a leer un cuento que había preparado, todo fueron caras largas y comentarios sobre que querían ver la tele. 

Los años siguientes fueron un poco mejor hasta que mi abuela falleció. Dos meses antes de su muerte celebramos una Navidad preciosa en la que todo fueron risas. Sabía que mi abuela sufría mucho, pero aún así no dejó de sonreír. Nos disfrazamos y cantamos, incluso nos hicimos fotos para no olvidar nunca ese momento. 

Después de su muerte, ya no hubo decoración ni celebración en ninguna Navidad más. Diciembre se convirtió en un mes difícil, aunque en el último momento lograba recuperar mi ilusión, decoraba la casa ignorando las quejas de mi familia y compraba regalos para todos. Ya no había carta ni dibujo de mi madre, pero los veía sonreír.

Este año ha sido muy difícil para todos. Diciembre ha llegado y, aunque sé que soy afortunada por tener a mi familia conmigo y una casa donde vivir, siento mucha tristeza. Este año no hay decoración, no hay celebración, no hay nada excepto ganas de que acabe.  

Me digo a mí misma que no es el fin del mundo, que es una tontería, pero entonces pienso en que hace tiempo aprendí que las cosas que nos afectan no son ni más ni menos importantes que las que afectan a otras personas, que si para mí algo es importante es que lo es, aunque a otra persona le parezca que no. 

Sé que esto pasará, que habrá años mejores y que recuperaré la alegría que siempre he sentido en esta época, pero hasta entonces voy a escucharme y a permitirme sentir lo que estoy sintiendo.

Y lo que estoy sintiendo es tristeza porque este año he perdido la ilusión y no sé dónde encontrarla.

Y no pasa nada, porque sé que en algún momento la encontraré.

Pero hoy no.

Hoy me siento así.

Y no pasa nada.