Así son los recuerdos.
Inmarcesibles.
Inmarchitables.
Y recordar ciertas cosas es más duro de lo que pensé, imagino que porque no eran cosas de esas que mi mente ya tiene trilladas de tanto repasar.
Hasta ahora mi mente siempre liberaba el recuerdo como si estuviese deseosa de hacerlo.
Pero esta vez no.
Esta vez notaba cómo todo quería salir y cómo mi mente luchaba contra eso, notaba el mareo, la neblina que no me dejaba pensar e incluso sentí que me iba a desmayar.
Mi cuerpo se quedó helado, tenso, listo para huir mientras mi estómago se retorcía. También pensé que iba a vomitar.
Y justo cuando empezaba a atisbar una imagen mental, el recuerdo se fue, se desvaneció enterrado de nuevo en las profundidades de mi subconsciente.
Y me alegré. Me alegré de no poder acceder al maldito recuerdo porque el hecho de que mi mente lo bloquease significaba que era demasiado doloroso de recordar.
Quería simplemente olvidarlo.
Lo quiero todavía.
Que desaparezca, que se entierre tan profundo que no tenga posibilidad de salir de ahí.
Pero sé que eso no es posible.
Sé que esta vez no va a ser decisión mía, porque lo que yo quiero no es lo correcto.
Y porque los recuerdos no se borran por arte de magia, no desaparecen por mucho que los ignores, no, son como tatuajes en la mente, permanentes, inmarchitables, imborrables.
Y eso asusta, pero sé que aunque mi mente me grite que voy a estrellarme a veces es necesario acelerar y acudir al encuentro del suelo, abrazar la caída para después remontar el vuelo una vez más.
Y otra.
Las veces que sean necesarias, porque da igual cuántas caídas o tropiezos tengas, lo importante es levantarse a pesar de las heridas, a pesar de los daños.
A pesar del dolor.
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