Ella era fría, ella era de piedra. Se lo repetía una y otra vez y siempre le funcionaba. Excepto con él. Con él se derretía, se sentía como caperucita yendo directa a las fauces del lobo aunque hasta ahora no tenía muestras de que el fuese un lobo malo. Malo no, pero sí inalcanzable. Él era tan guapo, tan atento, tan... Todo. Y ella era tan... Nada.
Él le ofreció ir a ver una lluvia de estrellas y ella, indiferente, aceptó, aunque por dentro se sentía temblar.
Era todo tan hermoso... La montaña de fondo, el lago reflejando la enorme luna y miles de estrellas cayendo, fugaces. Y ellos, probablemente efímeros también. Su beso llegó, inesperado y dulce y ella se perdió...
-¿Y ahora?
Preguntaron ambos a la vez.
Tú primero, dijo él.
Ella se sentía como Ícaro volando demasiado cerca del sol y, al igual que Ícaro, decidió arriesgarse. Quería decirle muchas cosas, pero su boca se adelantó:
-Te amo.
Y se tapó la cara, riendo. El rió, pero respondió:
-Te amo.
Y siguieron riendo, mientras ella pensaba que al fin y al cabo las estrellas no son tan efímeras, y ellos, tampoco.
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